POR: NURIA TAMAYO
...................La
gran cueva de la vida se abrió de par en par a las
doce en punto de una mañana de junio para alumbrar
aquel prodigioso y pequeño cuerpo que, pataleando
aún rabioso, desgarró al instante el aire
con un formidable grito en forma de potente llanto. Con
sus manos mullidas y convulsas trató aún de
aferrarse a las membranosas paredes del útero materno,
pero su planeta ya había cambiado y no tenía
más que enfrentarse a él.
Su piel blanquecina por el esfuerzo comenzó a tomar
progresivamente su natural color negro mientras la comadrona,
una joven enfermera limpia y de sonrisa perenne que asomaba
tímida bajo una cofia superpuesta sobre sus grandes
rizos, cortaba su cordón umbilical y limpiaba su
pegajoso cuerpo. Nada de pañales ni arrumacos. Sólo
cuatro harapos para evitar que las heces y el orín
mancharan la muy humilde cunita destinada para él
en aquél hospital de la misión de Kapiri.
Su madre tan sólo le dedicó una tibia mirada
cuando lo pusieron sobre su vientre recién deshinchado.
Tenía diecisiete años y ninguna ilusión
por aquél crío cuyo parto había sido
tan difícil. Fueron más de tres horas sin
contar con las otras tres que había tardado en llegar
allí desde su poblado, Chipunda, acarreada en la
parte de atrás de una bicicleta mientras le sacudían
una y otra vez las contracciones. El polvo que levantaban
las ruedas de los carros en aquellos caminos endiablados
le hacían más difícil la respiración,
pero conforme veía pasar los baobab ante sus desorbitados
ojos por el dolor recordaba los consejos de su madre y de
su abuela. No dejes que las parteras tradicionales te echen
mano. Son capaces de envenenarte por dentro y con ello a
toda la familia. Afortunadamente de algo sirvieron aquellas
absurdas y ancestrales revelaciones porque al menos no dio
a luz en el poblado, como tantas otras, rodeada de pobreza
y polvo, en una de las destartaladas chozas fabricada de
paja y adobe donde campan a sus anchas todo tipo de infecciones.
A cambio, alumbró en un pequeño “quirófano”,
si podía denominarse de algún modo, con paredes
agrietadas y grisáceas por el paso de un largo tiempo
sin pintar, en una camilla de plástico sin sábanas,
alumbrada por una simple y pequeña bombilla colgada
desnuda del techo. Ahora sí, el material estaba limpio,
concienzudamente desinfectado con el algodón que
las mismas hermanas carmelitas cultivaban en los campos,
desgranaban en la huerta y esterilizaban para su uso en
el hospital.
Era su cuarto hijo en plena adolescencia. Ese mismo día,
en el que la abultada barriga parecía reventar como
un globo de un momento a otro, había estado más
de diez horas agachándose y levantándose en
los campos recogiendo el maíz por miedo a que se
perdiera la escasa cosecha. Su pequeño Kulu estuvo
toda la mañana nervioso, tratando de acomodarse envuelto
en el chitenchi de colores que portaba atado a la espalda,
como un bulto del que no había logrado zafarse en
los últimos tres años. Un poco más
allá, junto a otras madres que amamantaban a sus
bebés bajo los arbustos, había dejado a Mniwe
que lloriqueaba casi sin fuerzas pidiéndole un alimento
que apenas si salía de unas ubres cansadas y resecas
tanto como los campos. Al mirarle pensó resignada
en Tione, el primer y único hijo deseado, al que
la desnutrición le había arrebatado a los
tres meses de edad. Sus ojos se volvieron vidriosos al tiempo
que el corazón se le encogió. Se separó
el sudor de la frente llevándose el antebrazo a la
cara, para no soltar la azada, y siguió trabajando…
El padre no existía. Y si hubiera existido nadie
contaba con él porque desapareció poco después
de hacerle aquella nueva boca para alimentar. Y casi era
mejor.
Los
tambores y el coro de voces africanas retumbó aún
más fuerte aquella primera noche en el poblado. La
luna estaba henchida y brillante. Llena como una preñada
a punto de parir. Lo iluminaba todo haciendo de las siluetas
humanas sombras alargadas como espigas que se elevaban hacia
el cielo. Era momento de celebración porque la ausencia
de luz eléctrica, ni siquiera de velas, convertía
la noche de luna llena en un fabuloso espectáculo
y una ocasión simbólica para reunirse bajo
su manto. Durante horas todos los habitantes, niños
y mayores, hombres y mujeres estuvieron cantanto y cantando.
Bailando y bailando en círculos. Agachándose
y elevándose como bendiciendo a la gran madre y trasladando
sus plegarias. Unos preguntaban cantando y otros contestaban
repetitivamente a múltiples voces como una orquesta
de afinadas cuerdas vocales. Las madres les aconsejaban
a los niños que no se alejaran de la aldea, que no
fueran a la ciudad porque había muchos peligros que
les acechaban. Ellos les respondían. No llores mamá,
no llores. Nada nos sucederá. Nos quedaremos siempre
contigo.
Poco a poco las voces se fueron apagando, pero el pequeño
recién nacido no quería dormir en aquella
primera luna llena y ella tampoco tenía fuerzas ya
para consolarle. Tan sólo su hermana mayor, que dormía
como excepción en la misma choza para cuidarla, le
acercó un poco el pecho para que el nene chupara
ansioso la poca leche que aún le quedaba de su último
parto. Pero no era suficiente para colmar su voraz apetito
y el bebé lloró y lloró durante largas
horas hasta que cayó extasiado de puro cansancio.
Despertó
el día oliendo a humo de leña y nsima. Las
mujeres del poblado batían esa mezcla de agua y harina
de maíz con largos palos de caña hasta que
desaparecían los grumos de las ollas. Alineadas unas
junto a otras, en grupitos cercanos y agachadas hacia el
fuego, el sol del amanecer se colaba entre sus cuerpos proyectando
mágicos haces de luz entre el murmullo de sus conversaciones.
En el suelo poco más tarde se sentaban todas en redondo
y comenzaban con las manos a hacer pelotas de la pasta llevándosela
a la boca. Acción que repetirían de nuevo
al mediodía y por la noche, al mediodía y
por la noche…todos los días de su vida, si
es que tenían suerte, porque la nsima es casi la
única dieta del pueblo malawiano.
Mayare,
“hermosa flor”, salió desperezándose
y se sentó en la puerta de su choza sobre un taburete
de tronco que le hizo recordar el trance del día
anterior. El letargo de sus partes íntimas se revolvió
y le apretó las entrañas. Respiró profundo
y se concentró mientras miraba en el cielo limpio
y azul las infinitas nubes bajas como un campo de algodones
redondos y salpicados que parecían abrazar las colinas.
Soñó que volaba por encima de las terrazas
cultivadas de coliflores, de las puntiagudas chozas entre
las que se desperdigaban pequeñas fogatas aquí
y allá, y que desde lo más alto veía
la sabana, la selva, los campos verdes de espigas y café,
y buceaba bajo el mar… que nunca antes había
visto, salvo en un pequeño cuaderno escolar que estudió
antes de tener que abandonar la escuela para cuidar a su
madre moribunda por la enfermedad maldita. Contaba tan sólo
con once años en aquél entonces. Soñó
que se alejaba emigrando como un ave de mil colores hacia
una nueva vida donde todo fuera felicidad. Pero sus vástagos
le reclamaron. Se arremolinaron entre sus piernas pidiéndole
atención con sus caritas risueñas y sus risas
de campanillas.
Y ella seguía cansada para atenderlos…Ya no
tenía ganas siquiera de pasearse por el mercado,
que tanto le cautivaba antes por su bullicio y el colorido
de las mujeres en cuclillas tras sus cestos de paja con
todo tipo de productos. Le encantaba pasearse entre los
puestecillos donde se cocinaba los pequeños trozos
de carne de carnero, que tan buen olor despedían,
y regatear por el precio de una gallina cuando disponía
de algunas Kwachas más gracias a sus prodigiosas
manos haciendo trenzas. Pero ya tampoco le quedaban fuerzas
para ello…
Aquél
marido que se fue tras una chica aún más joven
que ella fue la causa de su desgracia. No sólo le
arrebató la virginidad brutalmente, arrancando con
ella sus sueños de amor romántico, si no que
le transmitió también el mal del que nunca
se habla en África abiertamente. Un mal que la llevaba
poco a poco a la agonía y que ella había trasladado
también sin saberlo a su pequeño recién
nacido, que apartado sobre la esterilla desconocía
aún su cruel destino…
Comenzó a llover torrencialmente. El murmullo del
agua sólo se rompía por el ruido contínuo
de los truenos que rompían el cielo iluminando la
encharcada tierra y los profundos surcos de fango que como
arroyuelos se abrían paso entre las chozas. Comenzó
la época de lluvias antes de tiempo arruinando todas
las cosechas y con ella de nuevo el ciclo de la vida que
marcaba desde niña la existencia de Mayare. Ella
sabía que ahora vendría el hambre pero se
sentía cada vez más incapaz de hacer nada.
Sus manos temblorosas ya no paraban quietas mientras desgranaba
las pocas mazorcas de maíz que le quedaban para dar
de comer a los pequeños, los cuales también
iban consumiéndose y languideciendo día tras
días. En silencio se sentaba durante horas mirando
al infinito y si alguien le hablaba simplemente volvía
la cara hacia otro lado mientras se ensimismaba en sus pensamientos.
Levantarse, cocer nsima, desayunar, ir a los campos, cuidar
a los pequeños, verlos morir…¿Eso es
fortuna? se preguntaba. Entonces solía recordar que
el día más feliz de su vida fue cuando por
primera vez y única vez le regalaron un ramillete
de flores silvestres. Fue un joven compañero de clase
cuando cumplió los quince años, pero él
también la abandonó por culpa de la malaria…
El pequeño llegó a la misión de Chezi
tan sólo cinco meses más tarde. Su madre fue
apagándose al mismo tiempo que se alejaban las nubes,
abandonando a sus hijos en brazos de unos familiares que
iban de “maliro” en “maliro” (funeral)
conforme las cruces de caña cruzadas en el camino
anunciaban que alguien había muerto en la aldea.
Hasta que llegó su día y tuvieron que aceptar
a los pequeños nuevos miembros de la familia. Mayare
no soportó más y les dejó suavemente
mientras se elevaba hacia el cielo como un ángel
negro con la espalda cubierta de las yagas de la desgracia.
Su hermana le puso una flor en el pelo, la vistió
de blanco y colocó sus manos sobre el pecho antes
de que los hombres de la aldea llegaran junto a su taburete
preferido, cogieran la humilde caja de madera y la transportaran
en hombros cantando, como a ella le gustaba, hasta el cementerio
cercano. Mayare parecía ir mecida aún en sus
sueños dejando atrás por la vereda estremecida
un dulce aroma de flores silvestres…
El bebé sin nombre fue recuperado por la hermana
Victoria cuando ésta visitó Chipunda con la
clínica móvil que atendía a los malnutridos
de la zona. Fue su tía, aquella que ponía
su pecho sin savia el dia que nació frente a sus
labios, quien acercó al pequeño a esta hermana
extremeña que llevaba diez años luchando en
Malawi contra todo lo malo que puso su Dios en la tierra.
Con los ojos sin fondo, la única hermana de Majare,
lo puso simplemente en sus brazos esperando que el milagro
estuviera impregnado en su nombre. Victoria con una mirada
de amor infinito cogió al que apenas era ya un esqueleto
de huesos quebracidos, cubiertos de piel cuarteada, sabiendo
que a partir de entonces el niño era un huérfano
sin futuro. Miró por última vez mientras se
alejaba por el camino de tierra anaranjado al único
hilo de sangre que hasta ese momento unía al pequeño
con la vida familiar y lo metió en la ambulancia.
Lo
trasladó al ala de desnutridos graves del hospital
y comenzó a darle alimento, vitaminas y a ponerle
todo tipo de vacunas para que las infecciones no hicieran
más mella en su debilitado cuerpecito. Su mirada
le daba ánimos, pero los resultados no. El niño
no podía digerir ningún alimento y enfermaba
una y otra vez. Apenas lloraba ya con un hilillo parecido
a un estertor que presagiara la muerte. Se levantaba muchas
veces por las noches para ver si aún seguía
vivo. Al amanecer, derrotada por las horas sin sueño,
se acercaba con miedo a la cuna y elevaba una plegaria al
cielo al comprobar como sus pulmones aún se elevaban
y descendían en acompasado ritmo. Pedía y
pedía mil veces porque saliera adelante y a las pocas
semanas el niño le miró profundamente y comenzó
a recibir alimento. Fue cogiendo peso y a recuperarse paulatinamente.
Sus puñitos comenzaron a coger los biberones con
fuerza y su tez tomó de nuevo color. Parecía
querer luchar y revelarse con furia vital contra lo que
el futuro que le había deparado y entonces Victoria
con una amplia sonrisa anunció al resto de las hermanas
que quería bautizarlo. El pequeño sin nombre
se llamó a partir de ese día “Difuna
Moyo” o lo que es lo mismo “Yo quiero Vivir”.
En
el comedor de Chezi se le puede ver ahora devorando su plato
de nsima, arroz y cacahuetes junto con los otros 168 niños
huérfanos que recalaron allí como si el infierno
se hubiera transformado para ellos en un paraíso.
Es uno de los más gorditos y vivarachos y por milagro
o por Victoria el test de la enfermedad maldita ha dado
negativo.
Difuna Moyo provoca el llanto de satisfacción a quien
lo mira y conoce su historia.